domingo, 7 de febrero de 2010

Paseante Dominical (Síndrome de Estocolmo)

No hacía falta nada más. En ese pequeño búnker con ventanas teníamos comida, agua, películas, cama, sofá, ducha, y abrazos contra el frío. No eché de menos el móvil, ni la www o el rímel, tampoco ver las noticias ni mirar a través de los cristales. Mi secuestro ya terminó. No se hubiera podido prolongar en el tiempo sin llamar la atención. Alguien, en algún momento, se daría cuenta de mi ausencia. No hubo rescate. El captor me liberó sin decir una palabra. En la acera, junto a su casa. Metió un papel en el bolsillo de mi chaqueta y me despidió con un beso en la mejilla. Vagué durante horas por la ciudad, aunque no parecía la misma. Ninguna calle era mi calle. En las ventanas con luz nadie me esperaba. Antes de ponerme a llorar como una niña recordé su mensaje en mi bolsillo. Era la dirección de mi casa y un número. Un enorme 40.
Horas más tarde, en mi cama, encontré el significado de la cifra. Sin embargo, no puedo revelarlo. Es algo que queda entre mi secuestrador y yo.

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