domingo, 4 de enero de 2015

#Cuentocontigo: Pinzas

Nuestro piso tiene unos 40 metros cuadrados, y muy poca luz natural. Así son los habitáculos de los porteros, normalmente, cuando están en los bajos. Tras construir millones de edificios como el nuestro, la moda cambió y las porterías se subieron a los áticos, ¡del infierno a tocar el cielo!

Ahora, nuestra pequeña y oscura casa ha perdido su lugar mágico: la terraza. No solo era más grande que la zona de vivienda, también era nuestro rincón favorito. Allí mi madre tenía sus flores: margaritas, rosas, geranios, ¡hasta tulipanes de Holanda! Tras hacer las tareas de la comunidad de vecinos, se sentaba en su pequeño jardín urbano para leer, o remendaba la ropa lavada una y otra vez, o levantaba la cabeza y veía las nubes pasar por encima del piso trece. En los buenos tiempos, hasta tuvimos una piscina hinchable en verano, pero esos tiempos han quedado muy atrás,... cuando mi padre aún vivía, cuando conocíamos el nombre de los vecinos y ellos nos llamaban por nuestro nombre.

Mi madre ya no tiene macetas en la terraza, lloraba al verlas deshojadas y maltrechas por los impactos. Apenas sale ya al patio, y eso la entristece y me entristece.

Un día al volver del instituto la encontré sangrando, tenía una tremenda herida en la cabeza, en la parte izquierda de la frente. El objeto que le había causado la lesión era una pinza diferente, no como las habituales de madera. Era blanca y tenía forma de mariposa. Esta vez habían acertado. 

Dejé de ir a clase e hice guardia camuflado con prismáticos para saber qué vecino usaba esas mariposas diabólicas. Me costó semanas dar con la ventana y pinzas gemelas. Estaban en el 7º C. Busqué en el patio todas las pinzas que le pertenecían, entre las más de cuatrocientas que ya se acumulaban y subí a devolvérselas. 

Llamé varias veces pero no quiso abrirme, oía su respiración al otro lado de la puerta. ¡Abra señora Domínguez, sé que está ahí! Vengo a devolverle sus pinzas y pedirle que tenga más cuidado, ha podido usted matar a mi madre. Nada. Sra. Domínguez, si vuelve a tirar una pinza llamaré a la policía. Lo dije, pero todos sabían que era un farol. No hay condenas por perder una pinza mientras tiendes las sábanas y es complicado explicarle al agente de la ley que las pinzas no caen por azar, que son lanzadas con alevosía y premeditación para echarnos de la casa. Los vecinos quieren vender la portería para pagar derramas y poner un portero automático. Tirarnos las pinzas con saña es su forma de decirnos, ¡fuera de la comunidad!

Mientras tanto, mi madre y yo seguíamos haciendo las tareas del bloque cada día, como si nada ocurriese. Fregar la escalera, sacar la basura, limpiar los cristales. En esos ratos de bayeta y bolsas sucias los vecinos no aparecían, y si lo hacían era a la carrera, sin decir ni buenos días, mirando al suelo para no dar explicaciones. Aquello era una guerra silenciosa, que se libraba a la hora de la colada. 

Nuestro día de gloria llegó cuando casi estábamos a punto de tirar la toalla. En mitad de nuestra terraza, entre los montones de pinzas, apareció un precioso jersey de bebé.  Sin duda, era de la vecina del 3º A que acababa de ser mamá. Como la comunicación con los vecinos era nula, decidí dejar una nota bajo su puerta. Si quieres volver a verlo, habla con los vecinos y dejad de acosarnos. Fdo. Los Porteros. Mi mensaje fue inocente, pero un malentendido fue la solución a todos nuestros problemas.

Por lo visto, aquel día el bebé estaba con su abuela, salieron a pasear y les pilló la lluvia. No había manera de contactar con ellos por el móvil y la tormenta arreciaba. Mi madre y yo lo desconocíamos, así que cuando la mamá del 3ºA llamó a nuestra puerta pidiendo que se lo devolviéramos inmediatamente, e intentó pegarme al grito de ¿Dónde está? ¿Dónde está?, envalentonado le contesté, ¡cuando todos dejéis de acosarnos, te lo daremos! Mi madre se ha dejado la piel por vosotros, es una buena persona y una buena trabajadora. Sois unos sinvergüenzas y lo pagaréis caro. ¡Y le cerramos la puerta en plena cara! Al momento, y sin dejar de llorar volvió con el presidente de la comunidad que nos pidió perdón y prometió respetar nuestro trabajo y no volver a acosarnos. ¡Incluso parecía atemorizado! Le dimos las gracias y mientras fui a recoger la ropita de su bebé, la abuela entró por el portal con el carrito para alegría de la desesperada madre. 

El bebé es una preciosa niña llamada Alba, que siempre nos lanza besos al pasar por portería. La terraza de mi madre vuelve a parecer un jardín, y los vecinos nos saludan y hasta nos dejan aguinaldo en Navidad. Por mi parte, he descubierto que las pinzas son un buen materíal artístico y estoy empezando a vender mis primeras creaciones. ¿Os gustan?



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