jueves, 3 de septiembre de 2009

Traumas infantiles (1)

Mi tio Juan era taxista y cambiaba a menudo de coche. Presumía de ello cuando venía al pueblo, le gustaba fardar de auto aunque no contara que para pagarlo trabajaba día y noche en la gran ciudad, malcomiendo, maldurmiendo,... Tampoco dijo a nadie que su mujer, la tía Flora, le había dejado por otro. Ella no quería un taxi mejor, solo un marido que durmiera con ella cada noche. Cuando le preguntaban por la parienta decía que estaba pachucha,... Desde que mis hermanas y yo quedamos huérfanos las visitas del tío Juan eran frecuentes y siempre se empeñaba en que subiéramos a su taxi y diéramos vueltas y vueltas a la fuente de la plaza. Mi tío, que no tenía hijos, soñaba con que yo fuera taxista de mayor y heredara su licencia y su último coche. Al principio, ese era mi único propósito en la vida: conducir un taxi como el tío Juan y tocar el claxon con orgullo. Pero a medida que pasaban los años y las vueltas a la fuente de la plaza me di cuenta de que nadie saluda a un taxista en su coche, ni siquiera en su día libre, y eso, me hizo desistir.
Cuando le dije que quería ser cartero, mi tío sufrió una gran decepción y no volvió a hablarme. Pero su silencio se compensa con los saludos de todos los vecinos a los que les llevo la correspondencia.
Hola, Pedro, ¿tengo carta hoy?
¡Sí Julián! ¡Y huele a perfume, bribón!...

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