Eva Armisén |
Entró preguntado por el dueño de la tienda. Le dije que era yo. Me dijo que no me conocía, que si de verdad era el fotógrafo. Sí, por supuesto, dije algo molesto.
-¿Y hace usted las fotografías de boda que hay expuestas en el escaparate?
-Sí, claro. Soy el fotógrafo y el dueño.
-¿Y dice usted que no me conoce?
Volví a mirar fijamente a aquella extraña mujer, que empezaba a darme miedo. Estaba completamente seguro de no haber visto nunca aquellos ojos tristes, y enrojecidos. Ni aquella piel ajada, ni su pelo lacio y descuidado, de color indefinido.
-No, señora, perdóneme, pero no la he visto nunca.
-Eso es lo curioso, sabe usted, me contestó ella. Es curioso que yo tampoco le conozca y sin embargo, tenga usted una fotografía mía en su escaparate.
Desconcertado, le pedí que me indicara cuál era. Salimos a la calle, y frente al escaparate señaló una pequeña imagen lateral, dentro de un marco de plata. Era una joven de pelo rubio y ojos azules y nítidos que sonreía vestida de novia, en brazos de un apuesto hombre también vestido de boda.
-Señora, ahora entiendo la confusión, esa fotografía no la he hecho yo, ni nadie que conozca. Es la publicidad que viene con los marcos. Solo es eso, un anuncio.
Ella seguía mirando aquella fotografía de papel couché, hipnotizada. Sin duda era la misma, pero muchos años atrás. Entre sollozos me dijo que se llamaba Elvira, y que nunca se casó. Le regalé su foto con marco y todo, y le pedí mil excusas por no haberla reconocido.