Pisó todas las baldosas blancas, hasta llegar a su mesa de siempre y colocó la silla frente al gran ventanal de la entrada. Quería ser la primera en verle entrar. Jugó a adivinar de qué color sería esta vez su pañuelo en la americana. Si es verde, hoy me pide matrimonio, pensó. Si es de color grana, se retirará con prisa, y no volveré a verle después. A las cinco en punto la silueta de él se recortó entre los arcos del Paseo. Avanzaba seguro, con la cabeza erguida y los ojos chispeantes. En la puerta de Las Vegas, saludó al camarero y oteó la sala hasta encontrarme. Con una enorme sonrisa, se quitó el sombrero y avanzó hasta nuestra mesa con una agilidad propia de Fred Astaire. Besó mi mano, y tras quitarse el abrigo me dejó ver su precioso pañuelo verde.
-¿Me puedo llevar esta silla? Una jovencita algo gritona me sacó de la ensoñación. Le dije que sí, y se reunió con otras chicas gritonas de su edad en la mesa de al lado. El camarero al fin llegó y trajo mi café con leche.
-Perdone, señora, es el día de la inauguración y estamos desbordados de gente. ¿Conocía usted Las Vegas de antes?
-Sí, mi marido y yo nos conocimos aquí y veníamos cada tarde.
-¿Y qué le parece ahora? ¿Cree que hemos recuperado el espíritu del local?
Tras mi cabeceo afirmativo, el chico se acercó a otra mesa y me dejó sola con mi café con leche. Después, sin pisar ni una baldosa negra volví al Paseo para coger el tranvía, pero antes el joven camarero salió a mi encuentro
-Señora, ¿se ha dejado usted este pañuelo verde sobre la mesa? ¿Es suyo, verdad?
Algo confusa, cogí el pañuelo. Quise darle una propina para agradecérselo. Él la rechazó y dijo, ¡hasta mañana!.. Y yo no pude rechazar su amable invitación.