lunes, 28 de agosto de 2023

Cuento de verano

 ¿Conocen al señor Tang?

Publicado en Heraldo de Aragón
28/08/2023

La fama del señor Tang se había extendido por todo el pueblo, incluso había trepado hasta mi cuarto, donde una página llena de divisiones por dos cifras me tenía preso. “¿Acabas ya?”, el grito de Manu bajo mi ventana no ayudaba a la concentración y, aún peor, alertaba a mi madre carcelera que redoblaba la presión y la vigilancia. “Toño, si no hay deberes, no hay calle, tú mismo. Salgo a la compra, a la vuelta quiero esas divisiones hechas y comprobadas. ¿Entendido?”. Con un lastimero “sí, mamá” volví a la tortura de la tabla del 9, recitada en silencio como un salmo que me perdonara la vida. Mientras, desde la acera, Manu seguía a la suya: “¿Acabas ya o qué, tío? ¡Que he visto salir a tu madre! ¡Déjame entrar, anda!”. ¡Que no puedo, Manu!, grité desde la mesa, a la par que emborronaba el papel con rabia y sin resultados. Como una hidra bajé las escaleras y abrí la puerta con la intención de abroncar a Manu, que me esperaba exhibiendo una calculadora científica con expresión chulesca. Diez minutos después estábamos en la calle desierta de un pueblo desierto en pleno agosto. Éramos los únicos pringados que no se habían ido de vacaciones. Por no tener, no teníamos ni bicicleta. Había sido requisada por nuestras malas notas. Pero ese verano iba a ser distinto, por fin iba a conocer al famoso señor Tang. Al trote y cobijados en los soportales, para evitar ser interceptados por vecinas espía, salimos del pueblo. Seguimos el curso del río hasta el paraje donde se levantaba el chalé del misterioso Tang. Rodeamos el vallado hasta llegar a la cancela, que estaba abierta de par en par. Del interior no llegaba ruido alguno, y arropados por el murmullo del agua y el zumbido de los insectos cruzamos al otro lado. Avanzamos sigilosamente pegados al muro de la casa hasta que distinguimos una figura masculina. Estaba arrodillada en el jardín, con un sombrero estrafalario, lo que nos impedía ver su cara. Entre susurros pregunté a Manu si era el señor Tang, pero confesó que nunca lo había visto en persona, pese a que presumió de ello durante semanas. Con toda mi rabia le arreé una buena patada en el culo, que le pilló tan desprevenido que provocó un grito de queja y llamó la atención del hombre, que en cuatro zancadas se plantó ante nosotros. Era viejo, tendría unos 60 años, y expresión severa. Mi amigo y yo temblábamos como una hoja, y a punto estuvimos de mojar los pantalones cuando vimos que levantaba la mano. Sin embargo, solo nos tocó el hombro y quiso saber si nos encontrábamos bien. Asentimos muertos de vergüenza, y ante nuestro asombro, volvió a su labor tarareando, sin importarle nuestra presencia. Envalentonados, nos acercamos y vimos que plantaba un pequeño árbol. “¿Me echáis una mano, chicos? –dijo–. ¡Sujetad el tronco, por favor!”. Mientras ambos lo aferrábamos, él cubría el hoyo con tierra y la apelmazaba. “Bueno, ya solo os falta escribir un libro y tener un hijo, pero para eso aún os queda mucho, eh, chicos. Soy José María, ¿os apetece tomar un Tang?”. Así fue como descubrimos que Chema, como enseguida comenzamos a llamarle, no era un chino mandarín, y sí un loco por la limonada de moda y los juegos de mesa. Aquel verano aprendimos a jugar al ajedrez, las damas y el Monopoly, y el señor Tang nos confió un truco mágico para dividir por dos cifras que, como juramos, nunca sería revelado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario