Añoraba la enorme casona del pueblo y el jardín. Su abuelo recogía tomates y fresas y lechuga y judías verdes. Su abuela tenía cientos de flores y los tres juntos plantaron un árbol. Su árbol. Un olivo que ya era más alto que ella. Le gustaban los árboles del pueblo, los de la plaza que perdían las hojas en invierno y daban buena sombra en los veranos. Los enormes a orillas del río, árboles que ya eran grandes cuando su abuelo tenía su edad. Trepaba a menudo a uno de esos árboles, y pasaba horas allí sentada, escuchando el sonido del agua, las voces de otros niños, el movimiento de las hojas empujadas por el viento...
En su nueva casa solo había dos habitaciones. No había árboles, ni tomates, ni fresas, ni macetas, ni abuelos. No había sitio para las cosas que le gustaban. En la nueva casa tenía pesadillas cada noche. Sueños en los que la casa encogía y ella se quedaba atrapada en aquel cuarto de paredes rosas y rugosas. Gritaba y nadie le oía. Una noche consiguió escapar a la pesadilla trepando a un árbol imaginario. Trepó y trepó y salió de aquel cuarto, atravesó el tejado y se quedó sentada, sobre su árbol, escuchando el sonido de las lechuzas, y los pájaros nocturnos y el ladrido de un perro en la lejanía...
Despertó feliz. Había encontrado la solución. Rompió su hucha, bajó a la tienda y compró semillas de árboles y flores. Se las comió todas y bebió agua, mucha agua.
Tumbada sobre la cama esperó con paciencia, vigilando su barriga. Su árbol estaba a punto de nacer...
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