BURGER GYM
No hace tanto, mi primera visión matutina era el expositor de periódicos y revistas del quiosco de Doña Carmen. Antes lo regentó su marido, pero cuando falleció ella cogió las riendas del establecimiento. Su persiana siempre estaba arriba, sus buenos días o su cómo estás acompañaban los titulares y las fotos sonrientes de las celebrities del papel couché. También vendía caramelos clásicos y otros “más del gusto de los chicos de ahora”, reía ella. Le costó lo de incorporar el cobro con tarjeta y lo hacía a regañadientes. “¡Donde estén los billetes y las monedas…! ¡Si oírlas sonar ya te da alegría!”, coreaba mientras movía sus bolsillos repletos de céntimos siempre preparados para dar los cambios con rapidez y precisión. Pero Doña Carmen quería jubilarse; la venta de periódicos y chucherías ya no daba para vivir, se lamentaba. Se despidió de mí el 31 de diciembre, “echo la persiana, hija. Cuídate. Me vuelvo al pueblo”.
No fue la única que me abandonó. Diez pasos por delante seguía vacío el local de Ernesto. Allí se vendía fiambre, y sardinas rancias; también legumbres a granel, y olivas y bacalao… Aún se leía el cartel de ultramarinos. ¡Qué palabra! “Ultra significa más allá; marino del mar”, me enseñó mi madre hace una eternidad, cuando yo empezaba a deletrear torpemente y descubrí esa palabra increíble. “No hay dos sin tres. Esto es una epidemia”, había profetizado el tendero, y su vaticinio se cumplió a rajatabla. Cerró también para siempre la mercería del número 24; detrás del mostrador trajinaba La Emilia. Capaz de vender imperdibles, corchetes y tricotar a la vez; la reina de las rodilleras que marcaron mi infancia de juegos. “Se acabó lo que se daba, anunció un buen día. Nadie viene, y aquí no me quedo a esperar. ¡Si es que no saben ni coser un botón!; ¡y de coger el doble de un pantalón ni te cuento! Que se rompe algo, ¡se tira y se compra nuevo!. La Emilia regaló a los clientes de toda la vida bobinas de hilo de colores que no había podido facturar y se llevó del brazo a su Nicanor. ¿No os he hablado de Nicanor? ¡El de la tasca! ¡La de cafés, caracolas, churros y cañas con espuma que me ha servido! Y mira que el bar era feo, antiguo y poco "escoscao" que decimos por aquí; vamos, tal y como eran antes los bares: suelos pegajosos plagados de servilletas sucias y palillos y un olor penetrante a faria y fritanga. ¡Pero Nicanor era Nicanor! El rey de los refranes, el cronista del barrio, el mejor embajador del miracielos, el mejillón carioca y la tortilla de patata.
En mi ensoñación de las tempranas horas, en las que no hay café con churros de Nicanor, ni un titular de prensa que comentar; en este presente nostálgico forrado de carteles de se traspasa y cerrado por jubilación, imagino que Ernesto y Doña Carmen sorben animadamente mojitos y caipiriñas a bordo de un crucero, mientras se juegan unos céntimos al guiñote con La Emilia y Nicanor. Ahí los visualizo, navegando en ese ultramar que está más allá de mí; más allá de esta calle silenciosa y extraña en la que nadie da ya los buenos días ni sabe cómo te llamas.
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